La lluvia se apiada de las rocas cuando están desnudas
y les deja grabadas lecciones de persistencia
pero también se apiada de las tapias aunque sin clemencia
porque les presta lágrimas para llorar su tiempo glorioso
en eras coloniales, en que nacieron con fervor religioso
a punta de barro amarillo, piedras y madera.
Ahora esperan calladas, vencidas sin perder su nobleza
a que un día las pasen por la guillotina de concreto
y se vayan aplastadas por la máquina del tiempo
hasta el cementerio de papel y viejas fotografías.
Allí descansarán sus recuerdos con las generaciones mías
mientras lo quieran las generaciones del milenio.
Que las dejen vivir como a los caballos viejos
pastando lo que puedan bajo los soles de la Villa
pero enjalmados o aperados con rústica silla
para hacer un viaje por los caminos empedrados
que trajinaron los virreyes, sus peones y los soldados
que más tarde los echaron al mando de Bolívar.
Lloverá, por supuesto lo que puedan estas nubes
hacer entre las estaciones ya sin tempo,
como un metrónomo loco en el célebre concierto
en que se fueron apagando las velas en la sala
y los músicos de peluca, uno a uno se marchaban.
Pero que de las tapias, la lluvia no me borre el recuerdo.